Una tarde, cerca de las seis o las siete, y tras un día caluroso, lleno de telefonemas, reportes por escrito, reuniones, informes mal hechos, gritos por todos lados y más, recibí en la Redacción la llamada de mi director para pedir que se escribiera una columna que pusiera la alerta ante un posible estallido social en el país previo al Bicentenario.
Eran los primeros días de septiembre de 2009, aún trabajaba para Novedades Acapulco y si bien, yo no fui la primera opción para escribir tal columna, fui la única.
En fin, la preocupación era en el sentido de que, a un año del Bicentenario de la Independencia de México, este país se encontraba, según él, al borde de un estallido social. Los motivos: El hartazgo de la población ante la violencia del narcotráfico y la incapacidad de las autoridades para proveer seguridad. Incluso habló de un Estado fallido, ausente e inexistente en algunas regiones del país donde la ley la imponía el “jefe de la plaza” y no el presidente municipal.
Mi opinión, que bien recuerdo, fue contraria: No estamos ni con mucho cerca de un estallido social. Por supuesto, la molestia del director fue tal que tras escuchar mis argumentos desistió de hablar conmigo y colgó. La columna no se escribió y desconozco si con el tiempo se cumplió con el encargo.
Dieciséis meses después he leído una encuesta publicada por Milenio: 55 por ciento de la población piensa en que sería bueno pactar con el narcotráfico. Cerca del 15 por ciento considera benéfico el otorgarles a los “narcos” territorios para que operen. Por su parte, la escritora Elena Poniatowska sugirió también pactar un alto al fuego con el narcotráfico en una editorial reciente.
Otra encuesta, ésta en Televisa, indicó que el 55 por ciento de la población culpa al gobierno de la violencia en que vivimos. Y si se puede más, en estos días, diarios como La Jornada, protestaron en sus páginas contra el gobierno por la misma causa.
Recuerdo que hace unos meses, el escritor Héctor Aguilar Camín declaraba que la violencia era resultado de la lucha del gobierno panista contra las mafias que por muchos años negociaron la paz social con los priistas y que los que ejecutaban, los que decapitaban eran “los hijos de puta” pero, retomando mis argumentos de hace dieciséis meses, “los hijos de puta” somos todos.
Y es que vivo en un lugar donde el vecino se adueña de los espacios públicos y no paga sus impuestos; vivo en un lugar donde las autoridades permiten tiraderos de basura a unos pasos de las playas; en uno donde le hablan hasta el cansancio de política y democracia a una población que es analfabeta funcional; vivo pues, en el “Guerrero bronco”, ese de los hombres que amedrentan a los que alzan la voz para exigir sus derechos siempre y cuando no sean “narcos”.
“Los hijos de puta” somos todos: las autoridades por su incapacidad, los políticos por su inacción y los medios de comunicación por dejar hablar a quien no sabe hablar, dejar escribir a quien no sabe escribir y dejarse leer por quienes no saben leer. (Por cierto, argumento con el que me gané la total antipatía de mi jefe).
Nosotros, como sociedad, los más culpables. Con la cabeza escondida bajo la frase “es que no me quiero meter en problemas” estamos dispuestos a dejárselos a nuestros hijos, a quienes cobardemente sólo mandamos a la escuela con la idea de que sean los maestros de Elba Esther quienes les inculquen valores y cuando no, los dejamos en la calle como animalitos pastoreando por ahí.
Sé que no he dicho nada nuevo, pero “Rousseau no dijo nada nuevo, pero lo incendió todo”. Y si creemos que Jean-Jacques Rousseau no dijo nada nuevo es quizás porque hemos vivido cívicamente de sus ideas (la libertad y el ciudadano) durante varios siglos y por lo tanto nos resultan familiares aunque no lo queramos entender.