“Entraste al elevador y el silencio se hizo; tal pareciera que había dejado yo de respirar y el mundo de girar con tal de escuchar tus palabras que, como dagas, atravesaron mi corazón:
-Al 7 por favor...
¡Qué poca madre! luego de haberte buscado hasta debajo de las piedras, luego de tanto tiempo esperando a que aparecieras, luego de que... Y sólo 7 pisos me concedías...”.
Así termina un cuento mío que tardíamente recordé y que fue publicado en una página argentina, allá por el 2006 ó 2007, cuya historia subterránea (cosa que a muchos escritores de ahora nos vale un sorbete y sólo narramos anécdotas) planteaba que las ocasiones, como aquella cuando fui a dejar mi texto a la editorial y estuve a un lado de Ella, son la coincidencia de muchos factores sin un cálculo matemático posible; factores pequeños o grandes cuya suma arma nuestras vidas: cuando yo estoy, ella no está, y cuando ella esté, soy yo quien ya no estará.
Muchos de nosotros nos resistimos a explicar o evaluar esos hechos por miedo a ser acusados de crédulos o supersticiosos, pero sentimos frecuentemente que son algo más que mera casualidad en cuanto parecen tener algún significado simbólico y dejan de ser fortuitos en lo que se refiere a los interesados, como yo, como ella, con su perfil que no me recordaba nada. O más bien, como diría Sábato en El túnel; “quizá la mirada, pero ¿hasta qué punto se puede decir que la mirada de un ser humano es algo físico?; quizá la manera de apretar la boca, pues, aunque la boca y los labios son elementos físicos, la manera de apretarlos y ciertas arrugas son también elementos espirituales. No pude precisar en aquel momento, ni tampoco podría precisarlo ahora…”.
El famoso psicólogo C. G. Jung, señala que ante una coincidencia significativa, podemos reaccionar de tres maneras: Podemos llamarla “una mera casualidad” y darle la espalda con la mente bien cerrada; podemos llamarla magia -o telepatía, o telekinesis-, lo que no es mucho más útil o informativo. O podemos postular la existencia de un principio de “acausalidad” y usar esa idea para investigar el fenómeno más a fondo.
Lamentablemente, mientras me encontraba metido con ella en aquel ascensor, lado a lado, intercambiando miradas y esperando a que algo pasara, no pude recordar bien a Jung y tenía más en mente al negativo y existencialista de Sábato: “lo corriente, es que nadie tenga la obligación de hablar en el interior de un ascensor…”, con lo que me maté así nomás a mi propia María Iribarne, quedándome solo y aislado, cerrándome la posibilidad de hablar con Ella y tener la ocasión, la única, de poder enfrentarme a un “tengo” y un “quiero”, para quedarme con un “tengo” y un “quise”. ¡Qué poca madre!
3 comentarios:
Pues que menso, quedarse con las ganas de hablarle, jajajaja
Era un señoron de la escritura Sábato.
Cuanta razon tienes!
Sandra Liliana
Finalmente hoy me senté a leer tu blog con calma y me latió bastante ¡claro!, unas lecturas más que otras, pero en general bastante agradable. Te agradezco la invitación y te mando un abrazo....
Por cierto... esto me pegó cañón "La vanidad es lo de hoy y ayuda a existir a quien, en esencia, no es nadie" ... es que me estoy volviendo terriblemente vanidosa... y me acabo de asustar ¿será que me siento taaaan insegura? en fin, lo consultaré hoy con mi almohada
¡¡Besos y abrazos!!
Conny Moreno Z
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