NOTA: La Séptima carta a los colosienses es una de nueve que fueron encontradas en los papeles personales del autor mientras estuvo recluido en el psiquiátrico de Cholula antes de ser desahuciado.
Forzar la realidad. Falsearla. Ver lo extraño y el extrañamiento. Agarrar por las nalgas los dichos de las abuelas. Hablar mal de la familia, los amigos, los enemigos, las parejas y las ex parejas escudándose en el narrador omnisciente. Matar el aburrimiento, echar mierda contra Octavio Paz o contra Revueltas, sin que se den cuenta de que se está hablando de ellos (claro, están muertos). Muchas de ellas, excusas para escribir.
Sin embargo, escribir no es fácil. Pero el resultado es estupendo. Lo he probado y saboreado.
Recalco, no es fácil, pero lo he aprendido a hacer durante mi paso por cursos y talleres literarios, esos microcosmos del gran público lector (críticos incluidos), donde uno aprende eso, a ponerse a escribir y formar el carácter, si aún se está en edad de que esto suceda. Porque estos lugares enseñan el equilibrio entre humildad y seguridad en uno mismo antes de publicar y volverse “Alguien” en el mundillo de las letras.
En esos lugares me han dado las herramientas para revolver veinte palabras de sencilla pronunciación y ocho conectores de dócil manejo con saliva tibia. He aprendido a dejarlas a fuego lento mientras se lee (todos, copia en mano) algo de nuestro trabajo. A esparcir la dosis de admiración producida por ese algo, ya sea cuento, poema o ensayo, en el ambiente humedecido por una cómplice sonrisa juvenil y por la mala leche del más escéptico del grupo. He aprendido a mezclar todo con un número indeterminado de palabras frescas, sean frías o recién sacaditas de un diccionario. A aderezar la mezcla con experiencias personales, programas de televisión, olores de la calle o las voces de los compañeros. A aprender a echar al gusto unas cuantas burlas a los profesores y, si hay a la mano, un polvito de nostalgia.
Además, es duro decirlo pero es cierto, también se aprende lo que no: hay quienes no sirven para escribir literatura. Pero, aunque sean abogados, genios de la moda, arquitectos, mahometanos, universitarios de pésima ortografía y de gran elucubración, hay que darse cuenta de que la literatura sirve para todo, y hay que luchar contra la corriente para descubrir lo que todos andamos buscando: la magia de las palabras. La salvación.
Las palabras de “Rayuela” salvaron a una muchacha de diecinueve años del suicidio después de terminar con su novio, y un ama de casa neoyorquina desistió de cortarse las venas porque en lugar de agarrar el cuchillo se dejó caer de canto “En mi flor me he escondido”, el libro de Emily Dickinson. En mí, “El mito de Sísifo” de Albert Camus, tuvo el mismo efecto. Luego entonces, no importa entonces si son escritas o leídas pues, como diría Saramago, las palabras son piedras puestas atravesando la corriente de un río. Si están allí es para que podamos llegar al otro margen, el otro margen es lo que importa. Y digo yo, la lectura, amar la lectura, es catafixear horas-mierda por horas de una inexplicable pero deliciosa compañía. Esto es. La magia de las palabras. La salvación.
Ahora. Una vez que se cruzó la frontera lecto-escritora y se escribe porque se lee, porque se quiere parecer uno a Faulkner, Carver o Arreola, o porque se está enamorado de la capacidad de las palabras para decir la verdad, seamos honestos y digamos: escribimos sobre todo porque no sabemos escribir pero en un taller podemos aprender…
Taller de Eduardo Antonio Parra (México, D.F. 2011)
1 comentario:
hola hijo:
He de decir en honor a la verdad, que esta disertacion es inspiracion pura y acertada opinion respecto a la magia de las palabras. Esa magia envolvente que seduce y enhaltece el espiritu.
Mencion aparte merece enviarte mi mas sincera felicitacion por el premio en la Bienal de Yucatan recientemente recibido.
Espero que sigas cosechando de esos dulces frutos y que los eventos por venir sean tu musa de inagotable inspiracion y nos regales tantas chacharitas como seamos capaces de disfrutar.
Papa!
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